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DOCUMENTO LIMINAR

 

Parlamento Popular es un intento de unir a personas de buena voluntad dispuestas a compartir un ámbito de debate y de propuestas para revalorizar el compromiso social y la acción política, entendido como un empeño por la equidad, la justicia y la solidaridad.

Es un esfuerzo de comprensión de la realidad (y de las causas) y de elaboración de propuestas y acciones para modificarla en beneficio del bien común.

MARCO DE REFERENCIA

 

"Cristina corazón/ acá tenés los pibes para la liberación". Los gritos resuenan en el salón donde discursea Cristina (Fernández de Kirchner, obviamente) y hacen ruido, demasiado ruido en lo más íntimo de quienes no coincidimos con el oficialismo. ¿Quiénes son los pibes? ¿Qué es para ellos la liberación?

El ruido nos deposita en las preliminares del definitivo reingreso a la democracia en Argentina, a principios de la década de 1980. Deseo y realidad. Frustración. Confundir lo que se desea que ocurra (o lo que parece que ocurre) con lo que realmente está ocurriendo provocará una frustración en esa masa de jóvenes que se ilusionan con un proyecto político que es una cosa en la fase discursiva y otra muy distinta en los hechos. Deseo y realidad. Frustración ¿Una frustración similar a la de muchos de quienes se entusiasmaron devotamente con el discurso inconsistente del radical Alfonsín o con las místicas promesas de Carlos Menem? ¿O se trata de un análisis erróneo de quienes ponemos reparos o reprobamos el marco conceptual sobre el que se asienta el kirchnerismo?

Hace ruido porque conocemos (sufrimos) la futilidad argumental de lo que se denomina “kirchnerismo” o al sucedáneo, el “cristinismo”. Y por la ausencia de debate como culminación de un proceso gradual iniciado sobre el final de la década de 1980.

Nuestro país ha venido sufriendo desde entonces un “vaciamiento” del debate de ideas y de ideologías que, obviamente, despojó de contenido a los partidos políticos y a la mayoría de las organizaciones de la sociedad. Esa minusvalía analítica se manifiesta hoy en un falso debate, un debate tramposo que desde el poder se ha introducido y se fomenta en la sociedad, sobre todo en ámbitos juveniles, con el agravante de persuadir a los jóvenes para la aceptación sin reparos del mensaje oficial (con presunción de

“discurso único”). Contrariando la naturaleza crítica, la rebeldía inherente a la juventud, porciones importantes de jóvenes, convencidos, se convierten en militantes fervorosos, en su mayoría cegados y por lo general acalorados. Hay que tomar muy en serio el análisis, el estudio, de la sociedad actual, signada, en sus aspectos negativos por: la "des-ideologización" (valga el término); la apatía; la "desaparición" de los Partidos Políticos; la aceptación como normales de ciertos comportamientos ("robar, roban todos"); indiferencia, desidia, individualismo; la falta de referentes sociales y de ejemplaridad; entre otros.

Está puesto el acento en los jóvenes porque están ingresando a la vida ciudadana y democrática sin cuestionar, sin evaluar, la calidad y la cualidad de la ciudadanía y de la democracia que se les ofrece y lo que es aún peor, aceptándolas sin escepticismo y con resignada conformidad, convencidos de que no es posible algo mejor. La mayoría de los adultos que adhieren al Gobierno rechazan el debate y desprecian otras ideas o posturas (y a quienes las sostienen) para adherir a políticas públicas o decisiones aún cuando vulneren o soslayen valores que, muchas veces, no son más que simples enunciados o proclamas; la adhesión antes que los valores. 

 

Concentración y centralismo

Aunque la actualidad muestra una realidad sensiblemente mejor comparada con la situación que derivó en la renuncia de Fernando De la Rúa a la presidencia de la Nación en diciembre de 2001, persisten aún innumerables cuestiones sin resolver, originadas en su gran mayoría en las políticas del menemismo, como la exclusión social, el desempleo, sub empleo o trabajo en negro y el desamparo, estructurales, al que están condenados aún una buena mayoría de compatriotas. La injusticia se magnifica porque el gobierno actual ha desaprovechado prolongados períodos de crecimiento económico en los que las denuncias o sospechas de corrupción y de enriquecimiento ilícito de funcionarios y mandatarios y el privilegio dispensado a los inversores o empresarios afines al Gobierno, ha sido moneda corriente y en los que, en cambio o como consecuencia deseada, se ha incrementado la concentración en la economía y el centralismo en política.

En lo institucional, se ha acentuado el personalismo del Ejecutivo y el unitarismo; la maleabilidad del Legislativo; y la mediocridad y un nocivo alineamiento con el oficialismo del Poder Judicial. La autonomía de las provincias se ha reducido a la mínima expresión, producto de la excesiva y exasperante subordinación a los favores presidenciales propiciado por una retrógrada coparticipación del sistema tributario.  

El gobierno actual, no obstante su confuso tinte ideológico que en teoría lo posicionaría en las antípodas, no ha rectificado lo esencial de los cambios profundos que se operaron en las estructuras políticas e institucionales de la Argentina a raíz de las reformas llevadas a cabo durante los períodos de gobierno del presidente Carlos Menem y luego ratificadas durante el truncado interregno de Fernando De la Rúa, salvo la reformulación y revalorización del Estado, no como mandato programático sino por la necesidad de recursos para sostener lo que denominan “el modelo” (re-estatización de la administración de los fondos previsionales, de Aerolíneas e YPF, por ejemplo) o para resolver disputas o competir con grupos de poder (Papel Prensa, Ley de Medios). Siempre, además, en una peligrosa, sutil, confusión entre Estado y Gobierno.

Conviene recordar que nada quedó en pie del modo en que se encontraba hasta 1989, tras el paso de Carlos Menem por el poder: el Estado, en vez de ampliar su misión de gestor del bien común, fue reducido al mínimo rol de (mal) administrador de sus funciones esenciales (seguridad, salud, educación) y a cubrir con asistencialismo escaso las consecuencias de las privatizaciones y desregulaciones, todo financiado por cuantioso endeudamiento interno y externo; las entidades gremiales se adaptaron al designio que la flamante ideología de la no ideología le asignaba y sus dirigentes se asociaron a los nuevos negocios, transformándose en “los gordos” (inequívoca alusión a sus bolsillos); los partidos políticos, dando por ciertas las más grandes mentiras del fin del siglo pasado, naufragaron desde entonces sin brújula al ritmo de los tiempos de la reconversión, del fin de la historia, de la muerte de las ideologías y del “nuevo orden”; la economía, empantanada en los sinuosos senderos de la globalización, solo comenzó a salir a flote tras la demorada escapatoria de la irreal “convertibilidad” pero no termina de democratizarse ni de ponerse al servicio de un desarrollo nacional autónomo; los lazos sociales no terminan de recomponerse tras el mensaje del “sálvese quien pueda”, del individualismo y el materialismo (tener, consumir) que reemplaza desde entonces a los valores de comunidad, nación, patria, ideología o solidaridad.

Un in disimulable feudalismo universal, con el pomposo título de globalización, intentó (en muchos casos a punta de misil) convertir en vestigio arqueológico a la historia, la tradición, la cultura, la soberanía y la autodeterminación de pueblos y países. La actual, gigantesca, crisis de ese modelo, es directamente proporcional al engaño, la estafa, la hipocresía, en que está fundado.

 

LA DEMOCRACIA SEGÚN EL KIRCHNERISMO

Partimos de la base de que existe un “sistema”, un “supra poder” por sobre las autoridades formales. El “sistema” garantiza que se conserven las relaciones de poder y “supervisan” los cambios para mantener el estado de las cosas. Fue muy notorio en la administración Menem, “revolucionaria” en función de los cambios profundos que introdujo pero sin mover un milímetro la estructura de acumulación y distribución de la riqueza; más aún, se profundizó la injusticia.

Con base en lo que se ha dado en definir como “capitalismo de amigos”, el kirchnerismo introdujo una puja en el sistema pero no con el sistema; la puja sería por el control del sistema, por ejercer la hegemonía o disputar ese supra poder dentro del sistema. Lo ha venido haciendo a través de variadas formas, de las que el enriquecimiento personal resulta una evidencia aunque deberían investigarse rigurosamente los negocios de grupos, empresas y empresarios, amigos, ex colaboradores o ex empleados de la presidente, de su antecesor o con vínculos con el poder (Cristóbal López, Lázaro Báez, Rudy Ulloa Igor, Vanderbroele) e históricos beneficiarios de favores estatales (los Esquenazi, Werthein, Vila-Manzano, Eurnekian).

El kirchnerismo pretende presentar esa puja como una tensión pueblo-sistema, en la que actuando en representación del pueblo intentaría resolver la contradicción a favor de la gente.

Esa pretendida representación del pueblo es una confusión forzada por el núcleo gobernante y deriva de un malicioso revisionismo del concepto de democracia, entendida como “la dictadura de la mayoría triunfante en las elecciones”.

La democracia es un sistema dinámico y flexible; la gente delega su poder con el voto pero “audita” todos los días. El porcentaje de ciudadanos que conforman la mayoría en una elección expresan su confianza en determinadas propuestas al momento de ser presentadas en la campaña electoral pero cuando esas propuestas no se concretan luego o si queda al descubierto que solo se trataba de consignas vacías destinadas a seducir al electorado, los ciudadanos ejercen su derecho a reclamar ante la defraudación de que han sido objeto.

Un académico argentino con prestigio internacional, Isidoro Cheresky, doctor en sociología, quien lidera un proyecto de investigación en el Conicet sobre Ciudadanía e Instituciones Políticas afirma que “la legalidad de los presidentes democráticos actuales ya no se consigue sólo en las urnas. Hoy (dice, quien también es consultor en gobernabilidad democrática del programa de Naciones Unidas para el Desarrollo), la ‘otra columna’ de una democracia occidental es la opinión o el peso de la ciudadanía, que se expresa tanto en el espacio real (la calle) como en el virtual (las redes, las encuestas).

“Se trata de una ciudadanía que fluctúa en un escenario de identidades partidarias frágiles y relaciones cambiantes con el líder político. Este modo de ser ciudadano es activo y mucho más independiente que en el pasado de cualquier corporación (sindicatos, partidos políticos), pero sobre todo tiene poder de veto, ya al día siguiente de haber ido a votar”. En las investigaciones de Cheresky, su conclusión más fuerte es, sin embargo, que “los brotes de ciudadanía del siglo XXI no persiguen fines ‘destituyentes’, ni proponen caminos alternativos. Más bien, los une el ‘no’ ante algo. Funcionan como un límite social, que parece marcarle al gobernante un hasta acá”. 

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